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Jess Martín

¡Que viene!





Recuerdo que era un frío y lluvioso 7 de febrero. Era jueves y mi día se presentaba normal, analizando cuidadosamente los últimos preparativos para la llegada inminente de Rubén. Además, ese día empezaba una nueva aventura profesional ya que por fin me había lanzado a estudiar unas oposiciones, a formarme para tener un trabajo y una vida mejor y más cómoda que ofrecer a nuestro nuevo retoño

Después del medio día me empecé a encontrar diferente, unas suaves contracciones y un dolor que yo califiqué como "de regla" empezó a hacerse notorio en mí, pero yo seguía con mi vida sin parar de repetir mentalmente -37+4-. 37+4 era exactamente mi tiempo gestacional según el matrón que se encargaba de mi embarazo, y por la conocida y demostrada "sabiduría de las abuelas" al ser primeriza seguramente mi alumbramiento se retrasaría, por lo que no di importancia a esa sensación aunque había un ronroneo interno que no me dejaba olvidarme del "37+4".


Esa noche, como tantas otras antes de ser madre, me quedé dormida en el sofá, me desperté sobre la madrugada y mi cuerpo era diferente; ese "dolor de regla" se había vuelto un poco más intenso, recuerdo que miré el reloj, las 02.45 de la mañana, y con las mismas, como me había desvelado, la mejor forma de volver a coger el sueño fue descolgar TODAS las cortinas del salón, lavarlas y volverlas a colocar; con la satisfacción de un trabajo bien hecho subí al dormitorio y dormí como un tronco (algo relativamente raro para estar al final de mi embarazo). 


Viernes, 8 de febrero 2019, 10:00h: abrí los ojos y para mí, ya era tarde. Fui al baño y tenía la ropa interior húmeda y mi "dolor de regla" seguía ahí. Le escribí un mensaje al padre de dragones: "buenos días, ya me he despertado y me sigo encontrando mal, si veo que no se pasa en todo el día iremos al hospital por la tarde". Con las mismas con las que le envié el mensaje, mi padre me llamó para venir a casa a comer, iba a hacer paella. 


¡Qué mejor manera de pasar un día que con una paella al sol! Pero claro, cuando al final resulta que te empiezan a dar contracciones cada 10 minutos, a lo mejor la paella no era buena idea, pero claro, es que ya venía mi padre de camino, y de su casa a la mía había 50 minutos y venía en moto... La paella no podía posponerse; además, mi hermana venía de Cádiz esa tarde y para una vez que quería venir a mi casa a merendar sin que nadie la obligase, no podía decirle que no, las contracciones tendrían que esperar, al fin y al cabo, estaba de "37+5", no sería nada y yo estaba paranoica. 


A las 16:30 de la tarde, las contracciones empezaron a ser más seguidas, cada 4-5 minutos calculaba yo, para una hora más tarde darme cuenta de que ya habían avanzado, ya venían cada 3 minutos. En mi defensa diré que las que sufrimos dolores de reglas muy fuertes, casi inaguantables, estas contracciones de las que os hablo, eran caricias, no tenía un dolor que me indicaran señal de parto alguna, era eso, un dolor de regla, es más, he tenido dolores de reglas más fuertes que ese. Aún así, tuve que llamar a mi hermana con todo el dolor de mi alma y decirle que no viniese, que me encontraba mal y que lo más probable es que fuese al hospital. A las 19.30 de la tarde, el padre de dragones perdió la paciencia y, mochila de hospital en mano, casi me sacó a rastras para ir a que me revisaran...


Me pusieron en ese sillón maravilloso de la sala de ginecología, desnuda de cintura para abajo, y una chica pelirroja muy simpática (que por cierto se llamaba como yo) empezó a examinarme. Dos segundos tardé en escuchar la fatídica frase: -tienes la bolsa rota-. No estaba dilatada, pero aún así hizo un tacto con toda la delicadeza posible en esa situación, cabeza bien colocada, cuello empezando a borrarse, no hay dilatación. ¡EL PARTO ES INMINENTE! En ese momento, lo único que alcancé a decir fue -pero... ¿de aquí salgo con bebé?-. Hoy lo pienso, y me resulta patético que mis primeras palabras al saber que una nueva vida se abría paso en mi interior fueran esas, pero es que estaba tan convencida de que el momento no había llegado, que parecía que me iban a despertar de ese sueño en cualquier momento, pero no, era real, real como la cara del padre de dragones, y tan real como los dos días más que Rubén iba a tardar en salir.


Según mi tocaya pelirroja, en las próximas horas comenzaría el parto. He de aclarar que yo hice un plan de parto, un meticuloso y estudiado plan de parto, para que mi parto fuese natural y respetado en todo momento, iba con mis ideas muy claras sobre lo que quería y lo que no, el cómo y el cuándo. ¡Pues a la porra el plan de parto! Aún así, respetaron mis decisiones bastante en la medida de lo posible: según me explicaba la matrona, la bolsa estaba rota y por eso me tenía que quedar allí, el caso, es que no se había vaciado porque Rubén había taponado con la cabeza y eso hacía que el líquido amniótico se mantuviese en su sitio. Me administraron antibióticos en vena para evitar posibles infecciones y a la habitación a esperar el momento. Pero el momento no llegó y esa noche nos juntamos en la habitación: el padre de dragones, la tía de dragones (de ahora en adelante Tita Pussy), mi madre, mi tía y mi prima (estas dos últimas vinieron desde Ojén para estar conmigo, son todo amor ❤). 


El sábado siguiente después de toda una noche esperando el momento, me llevaron a paritorio para introducirme un Propess (un apéndice similar a un tampón para inducir el parto). El Propess hizo que las contracciones se me disparasen y se hicieran notar cada minuto, aún así, el día del parto aún no había llegado...

Domingo 10 de febrero, 07:00h: después de una noche horrible, ya que lo malo de la sanidad pública (en Andalucía) es que compartes habitación y esto no significa que la familia de tu compañera tenga que ser considerada, a las 7 de la mañana el padre de dragones decidió abandonar el frente para cuidar a los dos dragones que teníamos en casa y que, por supuesto, necesitaban atención. Justo en ese momento, la matrona decidió que era una buena hora para empezar a inducir el parto, pero ya en serio, el de verdad. Creo que en ese momento, al verme sola, en la silla de ruedas que me dirigía a paritorio, al paritorio 2, sentí verdadero pánico. Recuerdo que lo único que preguntaba era si podrían dejar entrar a mi pareja cuando llegase, si le iban a decir donde podía encontrarme... Por supuesto que entró y estuvo conmigo las casi 15 insufribles horas que duró aquella espera. Yo ya sabía cuál iba a ser el desenlace fatal de aquella historia, yo ya sabía que mi mayor miedo se iba a convertir en realidad, aquella pesadilla que me había atormentado noche tras noche se iba a cumplir y yo, indefensa, no iba a poder hacer nada por evitarlo. Me recuerdo rota, cansada, exhausta, llorando y suplicando que por favor acabara aquello... Pidiendo a gritos ahogados que me mandaran a quirófano, una petición que no escucharon.


No me malinterpreteis, en ningún momento sentía dolor sobrehumano, en ningún momento necesité epidural, yo seguía con mi dolor de regla de aquel primer día, simplemente a nivel mental, aquella situación era inaguantable. Por suerte, el padre de dragones respetó mi decisión de pasar aquel trance en la intimidad y controló que absolutamente nadie que no fuese un profesional de la salud entrase en aquella habitación. Al otro lado de la puerta todos esperaban impacientes ese grito ahogado que indicase el nacimiento de una vida, un grito que de momento no llegaba. Al otro lado de la puerta, solo se me escuchaba suplicar, a las 15:00h de aquel domingo, una cesárea. ¿Por qué? Porque mi instinto de supervivencia me decía que iba a pasar, me decía que el final iba a ser ese, y yo, sabiendo eso, no quería seguir recorriendo el camino, quería que acabase aquella situación, lo necesitaba. A las 18:00h y después de muchos e insufribles tactos, indeseados, no autorizados, y por supuesto, MUY dolorosos, llegó la epidural, y con ella un mar de calma...

¿Por qué la epidural? Porque el desenlace fatal iba a ser más tranquilo si ya iba sedada, y era mejor convencerme ahora para ponérmela que aún estaba tranquila. Luego, tuvieron que mover la cabeza de Rubén para que la bolsa terminase de vaciarse y ver si así mi útero se abría a la

vida, pero eso nunca pasó. A las 21:00h por fin se escucharon mis plegarias y abandoné el paritorio, como si camino al paraíso me llevasen. Ante mí se abrían las puertas de un quirófano frío, rodeado de personas extrañas y el parto idílico y


natural que yo había imaginado había quedado ahí, en mi imaginación, pues, en aquel momento, pude plantarle cara a mi mayor miedo y vivir la peor de mis pesadillas de todo el embarazo: LA CESÁREA.

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