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Jess Martín

Historia de una cesárea

Ella ya no recuerda la cara de los enfermeros, ni del anestesista, ni siquiera de las personas que la asistían al otro lado de la tela durante el“proceso”..


Pero recuerda al hombre, que no se había movido de su lado en todo el día, abandonar la habitación con los ojos encharcados; recuerda el camino desde esa habitación fría hacia el quirófano, aún más frío, y sintió que a pesar de estar rodeada de gente, nunca se había sentido tan sola.


La anestesia no tardó en hacer efecto, incluidos los secundarios, lo cual ayudó a que por un momento pudiese cambiar de dimensión y ser un poco menos consciente de la realidad. Aunque no tardó en volver en sí al notar en sus manos las correas que la “paralizarían” durante la intervención.


Cuando separaron su cuerpo en dos partes con una tela de gasa, que haría de mampara para evitar ver lo que allí estaba a punto de ocurrir, y el especialista indicó que“estaba lista”, la vida se le paró y el miedo la poseyó adueñándose de toda ella. Durante el proceso, ese miedo nunca la dejó sola. No más de veinte minutos de vida real que para ella constituyeron una eternidad, y entonces escuchó su llanto.


Un llanto que anunciaba al mundo una nueva vida, un llanto que se abría paso a un nuevo mundo ahora desconocido para tan pequeña criatura. Y ella también lloró, de alegría, de tristeza y de sentimientos encontrados que no dejaban de asomar en ese instante. Recordó todos los planes y las ilusiones que durante nueve meses había ido acumulando

para ese momento, porque junto con su bebé, también se gestaron planes y fantasías sobre la llegada del que ya era su hijo antes de nacer; también acunaba en las noches en vela previas al alumbramiento las dudas y los miedos innatos de toda mujer embarazada ante el que se presume el momento más importante de su vida, el gran desconocido si eres primeriza. Y le dolió en el alma que cuando sucedió, no pudo compartirlo con su hombre, que el milagro de la vida que juntos habían creado lo recordarían por separado; pero más le dolió no haber podido sentir el dolor del parto, no haber notado cómo se le iban abriendo las entrañas en cada pujo...Y fue entonces cuando se sintió rota, y cuando su primera culpa de madre primeriza se colgó a su espalda.


Ya no estaba atada, ahora se encontraba en otra sala, rodeada nuevamente de personas extrañas, pero igual de sola. El que debía haber sido el momento más feliz de su vida, lo pasó anestesiada, maniatada y emocionalmente sola mientras otros manipulaban su cuerpo como si de un cochinillo en una carnicería se tratase; mientras un anestesista le daba apoyo con la mirada, como si eso fuese un consuelo para ella.


Ella, que no pudo sentir el milagro de la creación, ni compartirlo con él, a quien echaba de menos profundamente; ella, que no pudo ser testigo de la felicidad de que todo había ido bien, ni dar la bienvenida a aquella personita que ya se había convertido en la más importante de su vida; ella, que recorrió el camino sola, la partieron y remendaron como si de una muñeca de trapo se tratase. Ella a día de hoy recuerda con un sabor agridulce el que fue el día más feliz y triste de su vida al mismo tiempo; porque a ella no la dejaron ser la protagonista de su propia historia, la más importante que tenía para contar al mundo, la que se supone debía haber vivido con todos sus sentidos; esa historia que parece que fue un mal sueño con final medio feliz.


Ella, desde entonces se estremece cuando llega febrero, triste porque se sintió desterrada de su historia en la que debía haber sido la más bella historia jamás contada; feliz, porque al final, él está en el mundo, y la mira con sus ojos de color indefinido y sonrisa eterna todas las mañanas y eso, hace que la cicatriz que marcará su vientre durante el resto de su vida, sea hoy, la marca de una vida que nació de ella.

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